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LIBRO:

Mt 8,5-13. CURACIÓN DEL CRIADO DE UN CENTURIÓN



CURACIÓN DEL CRIADO DE UN CENTURIÓN (8,5-13; LC 7,1-10)

5 Al entrar en Cafarnaún, se le acercó un centurión y le rogó

6 diciendo: “Señor, mi criado yace en casa paralítico y con terribles sufrimientos”.

7 Dícele Jesús: “Yo iré a curarle”.

8 Replicó el centurión: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano.

9 Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace”.

10 Al oír esto, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande.

11 Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos,

12 mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes”.

13 Y dijo Jesús al centurión: “Anda; que te suceda como has creído”. Y en aquella hora sanó el criado.

Tanto en Mateo como en Lucas, la curación del criado del centurión viene después del discurso evangélico (Mt 5-7; Lc 6,20-49). La sanación del criado es el segundo en la serie de diez milagros que Mateo coloca en la sección narrativa dedicada a la predicación del Reino de los Cielos (Mt 8-10). De esta forma, a la predicación con palabras sigue una predicación en obras de poder, una “evangelización en acción”.

La narración de Mateo es concisa y solemne, y termina con una palabra importante sobre el llamamiento de los paganos al gran festín mesiánico. El relato de Lucas es más circunstanciado. El hecho sucede en Cafarnaún, la ciudad que Jesús había escogido como su residencia después de dejar Nazaret (Jn 2,12). En el acontecimiento intervienen estos personajes: Jesús, el centurión y el enfermo.

Según la organización del Imperio romano, el “centurión” era un militar que tenía a cargo cien soldados (una centuria). Sobre el centurión estaba el “tribuno”, encargado de una cohorte, formada por seis centurias, equivalentes a seiscientos soldados. Finalmente, diez cohortes constituían una “legión”, que contaba con seis mil hombres.

Mateo presenta al criado “paralítico y con terribles sufrimientos”. Lucas, según su costumbre, insiste en la gravedad en la que se encontraba el enfermo: “estaba mal y a punto de morir”.

El centurión había oído lo que Jesús hacía, y la fe había nacido en su corazón. Su fe era tal que no sentía necesaria la presencia física de Jesús ante su siervo. Bastaba con que lo ordenara con su palabra poderosa, aunque fuera desde la distancia: “Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano”.

El centurión era un jefe subalterno. Pues bien, si a pesar de ser subalterno tenía autoridad y era obedecido por sus súbditos, ¡cuánto más la enfermedad obedecerá a Jesús, que goza de un poder propio y absoluto, y dejará libre al enfermo! El centurión reconoce humildemente en Jesús un señorío muy superior al suyo. Además, tal vez el centurión quería evitarle a Jesús un conflicto, pues estaba prohibido entrar en casa de un pagano (cf. Hch 11,2-3).

Mateo escribe más enfáticamente: “Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande”. La fe del centurión pagano provoca la admiración de Jesús. Israel, el pueblo elegido por Dios, por su larga experiencia histórica, debería ser ejemplo de fe en el poder de Dios presente en Jesús. Sin embargo, no fue así. También a aquella pagana cananea que humildemente le suplicaba la sanación de su hija, Jesús le dijo: “¡Mujer: grande es tu fe; hágasete como deseas!” (Mt 15,28).

Y como clímax del relato y abriendo las perspectivas de la salvación a todos los pueblos, Mateo agrega: Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes”. Se trata de dos afirmaciones capitales: primero, una palabra venturosa sobre la vocación de los gentiles a participar en el banquete mesiánico, anunciado en las Escrituras (Gn 12,3; Is 2,2-3; Sal 47,10; 107,2-3; cf. Rom 11,11.15), y, segundo, una palabra terrible sobre el rechazo de Israel infiel, preludiando tesis fundamentales que tocará al final de su evangelio (Mt 21,28-32; 22,1-10; 23,13-39; 26,28; 28,19-20).

Para ello, Mateo utiliza las imágenes clásicas tradicionales: la del banquete para hablar de la felicidad celestial (Is 25,6; 55,1-2), y la de las tinieblas exteriores con llanto y rechinar de dientes para describir la ira y el despecho de los impíos hacia los justos y, en definitiva, el castigo eterno (cf. Sal 35,16; 37,12; Mt 13,42.50; 22,13; 24,51; 25,30).

El Reino de los Cielos, que estaba destinado a los judíos, herederos naturales de las promesas, llamados “los hijos del Reino” (Dt 1,31; Is 63,16), ahora pasará como herencia a los paganos. El banquete mesiánico es el festín de la nueva Alianza ofrecida ahora a todo el mundo (Éx 24,9-11; Heb 12,22-24). El adjetivo “muchos” equivale en hebreo a “incontables”, a “miles y miles”, incluso a “todos”.

San Pablo dirá más tarde que el rechazo de Israel entra en el plan de salvación de Dios y que no es definitivo: “No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio: el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles, y, así, todo Israel será salvo” (Rom 11,25-26a).

Mateo termina su relato haciendo énfasis en la fe del centurión: “Y dijo Jesús al centurión: ‘Anda; que te suceda como has creído’. Y en aquella hora sanó el criado”.