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Mt 11,25-30. EL “HIMNO DE JÚBILO”



EL “HIMNO DE JÚBILO” (11,25-30)

La paternidad de Dios toca su punto culminante en el “Himno de júbilo” que se lee en Mt 11,25-30 y Lc 10,21-2276. Mateo ha colocado este himno de glorificación al Padre como contrapartida a las escenas de incredulidad que preceden en el evangelio (Mt 11,16-24). En su redacción final es un himno sálmico que consta de tres estrofas: vv. 25-26, v. 27, vv. 28-30. Lucas revela que “en aquel momento, Jesús se llenó de gozo, en el Espíritu Santo” (Lc 10,21), y dijo:

Primera estrofa

25 Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños.

26 Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito.

El himno comienza con una “confesión” a Dios. La confesión es alabanza y glorificación. Jesús eleva su alma a Dios, su Padre (Abbá), para alabarlo, bendecirlo y darle gracias por sus altos designios. Él es el Señor de todo el universo: los cielos y la tierra le pertenecen por completo.

La alabanza de Jesús a su Padre no es tanto porque él haya ocultado cosas a los que se creen sabios e inteligentes, escribas y fariseos, cuanto porque ha revelado a los pequeños y sencillos los secretos del Reino: “A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de los Cielos... ¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!” (Mt 13,11.16-17).

La revelación del Reino, que supera los niveles del conocimiento natural del hombre, es dada a los hombres sencillos como un don y un regalo. El Reino y su revelación son como un tesoro escondido que se descubre o como una perla de gran valor que se encuentra (Mt 13,44-46).

Con el enfático “sí, Padre”, Jesús reconoce que esta revelación a los pequeños responde a un beneplácito divino, a un decreto divino predeterminante.

Segunda estrofa

27 Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo, sino el Padre, ni al Padre lo conoce bien nadie, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.

Este pasaje, por su contenido doctrinal, ha sido llamado con razón un “logion juanino” dentro de los evangelios sinópticos. Es de una riqueza doctrinal de primer orden.

“Todo me ha sido entregado por mi Padre”. Esta frase hace pensar en Jesús como el rey mesiánico; más aún, el Hijo por excelencia, el Hijo de Dios, a quien el Padre le ha comunicado todo poder: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18; cf. Jn 3,35). Como trasfondo bíblico está la misteriosa figura del Hijo del hombre, que recibe de Dios “un imperio eterno que nunca pasará y un Reino que jamás será destruido” (Dn 7,13-14).

“Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre nadie lo conoce, sino el Hijo”. Entre las cosas que el Padre ha entregado al Hijo está, en primer término, un “conocimiento” mutuo, único y exclusivo que sólo pertenece como propio al Padre y al Hijo. Se trata de un “conocimiento profundo”, envuelto en amor, como lo expresa el verbo hebreo “conocer”. Esta igualdad en el conocimiento supone igualdad en la naturaleza. Jesús y el Padre aparecen en el mismo nivel de naturaleza, de naturaleza divina.

“Y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Jesús es el único revelador del Padre, porque es el Hijo único que lo conoce de una manera inmediata y plena (Sab 9,17). La doctrina de Jesús revelador será característica del evangelio de Juan y recibirá en él un desarrollo particular (Jn 1,18; 3,11; 7,28; 8,18; 17,8).

En definitiva, “esta impresionante palabra de Jesús, que pertenece a una de las fuentes más antiguas de la tradición sinóptica, esclarece –de manera reveladora– la conciencia que Jesús posee de las relaciones absolutamente únicas que tiene con Dios. Él lo conoce de una manera tan inmediata y tan plena que les descubre todos sus secretos y hace de él el único intermediario por quien esos secretos pueden ser manifestados a los hombres”.

Jesús y la Sabiduría

Este pasaje evoca importantes textos de la literatura sapiencial sobre la Sabiduría divina.

1. Por una parte, en ellos se dice que sólo Dios sabe y conoce dónde habita la Sabiduría, que sólo él la sondea y que, sin el auxilio de la revelación, ningún hombre la puede conocer: “Mas la Sabiduría ¿de dónde viene? ¿Cuál es la sede de la Inteligencia?... Sólo Dios ha distinguido su camino, sólo él conoce su lugar” (Job 28,12.23). “La raíz de la Sabiduría ¿a quién fue revelada?, sus recursos ¿quién los conoció? Sólo uno hay sabio, en extremo temible, el que en su trono está sentado. El Señor mismo la creó, la vio y la contó y la derramó sobre todas sus obras” (Eclo 1,6-9; cf. Bar 3,37-38).

2. Por otra parte, solamente la Sabiduría conoce a Dios y estuvo cerca de él, como colaboradora, en la creación del mundo: “Cuando asentó los cielos, allí estaba yo; cuando trazó un círculo sobre la faz del abismo, cuando al mar dio su precepto –y las aguas no rebasarán su orilla–, cuando asentó los cimientos de la tierra, yo estaba allí como arquitecto” (Prov 8,27-30). “Contigo está la Sabiduría, que conoce tus obras, que estaba presente cuando hacías el mundo, que sabe lo que es agradable a tus ojos y lo que es conforme a tus mandamientos (Sab 9,9).

3. Siendo la Sabiduría la compañera de Dios, sólo ella puede revelar lo que le es grato y puede descubrir los secretos del cielo, impenetrables para el hombre. Por eso, el sabio suplica al Señor: “¡Envíala de los santos cielos, mándala de tu trono de gloria!, para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable” (Sab 9,10). “Y ¿quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la Sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu Espíritu Santo?” (Sab 9,17).

Por tanto, como conclusión natural, la Sabiduría invita a que se acerquen a ella para gustar de sus frutos: “¡Venid a mí los que me deseáis y saciaos de mis frutos!” (Eclo 24,19). Sentarse en la escuela de la Sabiduría es un beneficio incomparable, pues ella otorga a los hombres reposo y consuelo, en espera de gozar de la inmortalidad que por ella se tendrá (Sab 8,9.13; Eclo 24; Bar 3,9-4,4).

San Pablo ha dado a Cristo el título de “Sabiduría de Dios”: “De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros Sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención” (1 Cor 1,30).

Tercera estrofa

28 Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso.

29 Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas.

30 Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.

“¡Venid a mí...!”. Jesús invita a ir a él, como la Sabiduría divina invitaba a los hombres a que se acercaran a ella para recibir sus enseñanzas (Prov 8,32-35; Eclo 24,19). El cansancio y la sobrecarga se refieren a la multitud de exigencias que los maestros de la Ley imponían a la gente.

“Tomad sobre vosotros mi yugo...”. Jesús, que conoce íntimamente los secretos del Padre y que es su Hijo enviado para revelar el misterio del Reino, invita ahora a los pequeños a que le sigan, a que tomen sobre sí el yugo suave y la carga ligera de su doctrina–la doctrina del Reino–, opuesta al yugo y a la carga de la Ley que defendían los fariseos.

“Aprended de mí...”. Así como la Sabiduría divina invitaba a sentarse en su escuela, así Jesús invita a los sencillos a que vengan a escucharle y a recibir descanso. La expresión “aprended de mí” no tiene solamente el significado de “escuchadme”, “atended a mis enseñanzas”, “hacedme caso”, sino todavía más: vivid y practicad, que “soy de corazón manso y humilde”.

Esta última expresión es propia de los anavim, los pobres, los sencillos, los humildes. Hay que comprender el calificativo de “pobres” en su sentido religioso, como lo hacen los profetas del destierro y los postexílicos. En los salmos, los anavim son los pobres, los humildes, los pacientes, los justos, los piadosos, los que temen a Yahveh, los menospreciados, y se oponen a los ricos, a los orgullosos, a los perversos, a los malos (cf. Is 11,4; Sof 3,12; Is 26,6; Sal 25,9.11; 34,3.19).

Jesús invita a que se adhieran con confianza a su mensaje, y la razón es convincente: él es de la misma categoría que los pobres y humildes. Al declararse “manso y humilde de corazón”, lo es ante todo delante de Dios y se manifiesta como el primero de los anavim.

“Y encontraréis descanso para vuestras almas”. Ir a Jesús, recibir su doctrina, seguir sus enseñanzas, es fuente de paz, de seguridad, de descanso espiritual.

“Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. En estas últimas palabras, Jesús resume su pensamiento. La revelación del Reino –con todo lo que supone y exige–, el conocimiento íntimo del Padre y la doctrina que él enseña son, sin embargo, “un yugo suave y una carga ligera”.

Concluyendo, el “Himno de júbilo” es una de las perlas más valiosas de todo el evangelio. Difícilmente puede concebirse como una obra de la comunidad cristiana o de los redactores evangélicos, siendo, como es, una síntesis tan paradójica y tan profunda.

Este himno de bendición y de glorificación al Padre, Señor del cielo y de la tierra, debe ser una de las palabras más auténticas de Jesús, cuyo centro y culmen está en la revelación de la intimidad que existe entre el Padre y el Hijo, entre Dios y Jesús.

Oración

¡Padre: glorificado seas!

¡Jesús, Hijo de Dios y hermano nuestro!: Gracias por habernos dado este himno de bendición a tu Padre y a nuestro Padre.

¡Sólo tú lo conoces profundamente, como también él te conoce a ti. Pero tú, Jesús, has venido para revelarnos el secreto de su paternidad divina.

Concédenos esa gracia. Danos sencillez de corazón y una humildad semejante a la tuya, para comprender algo de la excelsitud de tus misterios.

Llegamos a ti, Jesús, cansados y agobiados. Estamos abiertos y dispuestos a recibir tu Ley, tu Toráh. Tú dices que tu yugo es suave y tu carga ligera porque has sintetizado toda tu verdad en el doble amor:

¡Concédenos amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma y amar a nuestro prójimos con el amor con el que tú nos amaste!